“Como la mayoría de los tópicos, también
es verdad aquel que lamenta el alejamiento de Europa (y de la política en
general), bien por falta de integilibilidad, bien porque las élites dirigentes
tienen unos intereses que divergen cada vez más de los de la ciudadanía. Siendo
esto (parcialmente) verdad, su constatación nos resulta de escaso provecho. De
entrada, porque esto es sólo una parte del problema. Ojalá fuera esta
distancia todo el problema; sabríamos entonces qué hacer e iniciaríamos
de inmediato las correspondientes maniobras de acercamiento. Pero no, el
problema es más complejo e incluye unos usos de la proximidad que son tan
nocivos como la distancia excesiva.
Lo cercano, lo próximo y lo inmediato no
siempre protegen o son evidentes. Con frecuencia, la institución más distante
nos libra de la tiranía cercana, como ha ocurrido tantas veces en el edificio
jurídico de la Unión Europea, cuyas instituciones comunes nos han protegido de
la arbitrariedad próxima. No pocas veces los Tribunales europeos han tenido una
mayor sensibilidad para garantizar ciertos derechos que los tribunales
domésticos. La construcción de los estados en Europa ha sido una combinación de
imposición y emancipación, que suprimía la diferencia pero que también protegía
contra la tiranía local.
Hay otro sentido en el cual la
profundización en la democracia requiere tomar distancia crítica frente a la
cercanía. Si algo le falta a nuestra cultura política es precisamente el
mantenimiento de la distancia oportuna. ¿Distancia respecto de qué? Frente, por
ejemplo, a la tiranía del momento, la presión de los intereses inmediatos, la
seducción de gobernar a golpe de encuesta o la absolutización de nuestros
intereses. Con mucha frecuencia la focalización en los intereses inmediatos nos
impide alcanzar intereses más alejados (en el tiempo o en el espacio) pero no
por ello menos importantes. Esta es la razón por la cual el espacio
reivindicativo de nuestras democracias debe ser ponderado con criterios de
justicia. Las actuales protestas ante los ajustes y recortes, por ejemplo, se
mezclan a veces con reivindicaciones para mantener ciertas situaciones que, en
un contexto de crisis que obliga a priorizar, pueden suponer una falta de
solidaridad e incluso un privilegio injustificable.
En medio de la actual confusión, hay dos
constataciones que no está de más realizar aunque resulten políticamente
incorrectas. En primer lugar, que siendo legítima la aspiración democrática a
que el pueblo decida, o a no alejar los centros de decisión, lo más democrático
–en el sentido de lo decidido por el pueblo- no siempre es lo más justo,
y de ello tenemos innumerables ejemplos en nuestra historia política. Y la
segunda, que los mercados no son una instancia perversa (que, por cierto, no
tuviera nada que ver con lo que la gente quiere). ¿Ejemplos? Berlusconi fue
expulsado del poder por los mercados y por la tan denostada troika… y repuesto
nuevamente por el electorado italiano. Buena parte de las presiones que
Alemania impone sobre los países de la periferia son intachablemente
democráticas desde la perspectiva de la democracia alemana, responden a lo que
demanda su cuerpo electoral. Y el problema de decisión que atenaza a la Unión Europea
y le incapacita a la hora de tomar las decisiones que parecen oportunas para
salvar la crisis del euro –como una intervención del Banco Central Europeo
comprando deuda pública en el mercado secundario- estriba en que esa decisión
no es democrática. Podríamos decir que quien tiene la autoridad democrática no
es capaz y quiene tiene la capacidad no está autorizado democráticamente. Nunca
se había producido esta contraposición entre los parlamentos y los bancos que
pone patas arriba algunos de nuestros tópicos más asentados.
El reciente resultado de las elecciones
italianas (reflejo de una tendencia más extendida) ha puesto de manifiesto un
cierto agotamiento del eje izquierda-derecha con el que solíamos orientarnos
políticamente. No es que el electorado se haya escorado en uno u otro sentido,
sino que ha irrumpido un eje nuevo que, simplificando la cuestión, contrapone
tecnocracia-populismo (y permite una versión de derechas y de izquierdas de
ambos). Las opciones de derechas y de izquierdas se inscriben en este nuevo
eje, que funciona como la nueva gran división política.
Nuestro actual desafío político consiste
en redefinir esa contraposición y elaborar una nueva síntesis, en uno de cuyos
extremos estaría el despotismo ilustrado y en el otro la demogogia. Tal vez
deberíamos comenzar por abandonar el esquema pueblo-élites,
electorado-tecnosistema porque explica poco y, sobre todo, porque impide
articular la síntesis necesaria entre lo propio y lo común, entre el elemento
participativo y la delegación democrática en cuya tensión se desarrolla toda la
vida política en una democracia compleja.
Cuando la política se ejerce en contextos
de densa interdependencia y complejidad, como es el caso especial de Europa, es
inevitable que la idea de autogobierno democrático deje de tener sentido si por
ella entendemos espacios cerrados de formación de la voluntad política e
identidad absoluta de los que deciden y los afectados por dichas decisiones. La
política adquiere cada vez más el carácter de lo que podríamos llamar “el
gobierno de los otros”, en el doble sentido de que hemos de acostumbrarnos a
que “otros” intervengan cada vez más en nuestras decisiones, hacia “arriba” y
hacia “fuera”, en el sentido vertical de los expertos (sin cuyo saber no
podríamos adoptar decisiones políticas razonables) y en el sentido horizontal
de los vecinos, a los que afectamos con nuestras decisiones y que están
obligados a examinar si son justas las cargas que nos imponen con las suyas.
Debemos equilibrar el derecho de los pueblos a tomar sus propias decisiones con
la obligación de no arrojar cargas injustas sobre los demás y especialmente con
quienes compartimos un destino común. Así pues, una democracia compleja
requiere un elemento de delegación “vertical”, una confianza todo lo crítica y
revocable que sea posible, y una intervención “horizontal” a la que sólo hace
legítima la reciprocidad. Nuestro derecho a intervenir en los otros viene
compensado por nuestra obligación de ponderar la justicia que sobre esos otros
se deriva de nuestras propias decisiones.
Hay dos cosas que matan a la política: la
excesiva distancia y la excesiva cercanía. De que logremos el equilibrio
adecuado entre saber experto y opinión pública, entre decisión y
responsabilidad, entre nosotros y ellos, depende que tengamos una democracia de
calidad, a la altura de la complejidad de los riempos que nos han tocado vivir.”
Artigo de Daniel Innenarity, publicado no Diario Vasco/el Correo,
16/03/2013
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